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Residencia

Sofía Montenegro

Ericka Flórez

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2023-2025

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por Ericka Flórez

Hace unos años, Sofía estaba haciendo falsos documentales. En una de esas, por azar, se le dañaron las imágenes de uno en el que estaba trabajando y solo quedó el audio. Tenía la opción de volver a filmar lo ya registrado o hacer algo con las sobras y lo invisible. Optó por lo segundo y parece que renunció para siempre a lo primero. A través de esa renuncia Sofía disloca la definición de qué es y cómo opera una imagen: despoja su carácter visual y narrativo (su carácter mimético o ilustrativo) y le devuelve su poder performativo.

Montaje en vivo

En 2017, Sofía estaba preparando un falso documental que trataba temas del Caribe y el colonialismo. Durante esa misma época estaba leyendo el libro El amor en los tiempos del cólera de Gabriel García Márquez. Por esos mismos días apareció en las noticias la información del hallazgo de un barco español de la época de la conquista con un tesoro perteneciente a Colombia, cuya búsqueda tenía un papel importante en el libro. Esa coincidencia le impactó: que se le hubiera aparecido en el noticiero (documentos, «hechos») una historia ficticia que ella estaba leyendo. Es como si el azar la invitara a pensar en la dilución de ese límite que hay entre ficción y documento.

Esta coincidencia le llevó a realizar una residencia artística en Colombia. Durante esta filma, entrevista, hace la investigación. Al regresar a Madrid, cuando intenta hacer algo con esos insumos audiovisuales, se da cuenta de que se había dañado la parte visual de los archivos y sólo sobrevivían los sonidos. En ese momento, había una invitación para hacer una intervención en la Casa de Campo de Madrid. Decidió empezar a editar los audios como si se estuviera editando video (por imágenes, por escenas); como si Sofía quisiera escuchar a las imágenes. Empezó a hacer paseos por ese gran parque con la siguiente metodología: se ponía los audífonos con los audios rescatados editados, o como ella dice «se dejaba llevar por lo que pasara en tiempo real en ese lugar». Caminaba por ese parque del acá, con los sonidos del allá. Es decir, unía dos cosas que aparentemente no tenían nada qué ver, para ver qué emergía de esa yuxtaposición.

En la Casa de Campo hay un teleférico, un lago, unas barquitas. Un día se imaginó la posibilidad de que quienes estaban en la orilla pudieran escuchar las conversaciones de los que van navegando en las barquitas. Mientras compartía con los organizadores del festival el recorrido que estaba pensando llevar a cabo, vio que un conocido se bajaba de una de las barcas. Era su tío, quien después le contó que llevaba cincuenta años viniendo diariamente a ese lugar. De esa serendipity nació no solo la obra, sino la metodología que seguiría usando para casi todos sus trabajos.

En esta obra específica que Sofía hizo para el festival Bosque R.E.A.L. en la Casa de Campo de Madrid, quienes asistían a disfrutarla caminaban por ese parque escuchando en audífonos el audio rescatado del documental averiado que fue filmado durante su residencia en Colombia. En algún momento, cuando los participantes se acercaban a la orilla del lago, empezaban a escuchar una conversación. Las personas se demoraban en darse cuenta de que lo que aparecía en sus audífonos en ese momento específico (cerca al lago) ya había cambiado y no era una grabación, sino una conversación que estaba sucediendo en tiempo real en algún lugar de la Casa de Campo. La conversación que oían, se darían cuenta después los oyentes, era la que en ese momento estaba teniendo Sofía con su tío, quienes se encontraban dando un paseo montados en una de esas barcas del lago, que el participante de la obra (que estaba en la orilla) podía divisar a lo lejos.

De todo lo que se podía percibir en los audífonos, este era el único momento que sucedía en tiempo real. Todo lo demás era pregrabado, eran los audios editados de la película dañada. Sin embargo, la obra (la experiencia) constantemente generaba esa confusión en el oyente que no sabía si el hecho de que en algún momento pasara alguien caminando por el parque coincidiendo justo con algo que se estaba narrando en el audio era algo coreografiado o era producto del azar. ¿Qué era orquestado y qué no? ¿Qué pasaba espontáneamente y qué era coreografiado? ¿Qué era real?, o mejor: ¿Qué era documento y qué era ficción?

Es como si Sofía hubiera pasado de hacer falsos documentales en pantalla, a convertir esta paradoja en una estrategia performativa: hacer vivir en el cuerpo esa incertidumbre fundamental de nuestro aparato semiótico. Ese cuestionar los límites entre ficción y documento es una de las críticas más fundamentales que le podemos hacer a nuestros dispositivos de producción de «verdad». Es la pregunta central de la crisis de la representación, ampliamente abordada desde el cine, pero que ahora Sofía llevaba un poco más allá al lograr traducirla a una experiencia en el cuerpo.

Por otro lado, el accidente del borramiento de las imágenes de los videos le llevó a construir esto, que más que una obra, fue la construcción de una metodología que ella describe como «disponer las herramientas para que la realidad tome el control». Si se dañan las imágenes se trabaja sin ellas, si aparece de casualidad el tío, se lo incluye en la obra. «Que la realidad tome el control» equivale a decir que se está integrando el azar en la metodología, ir replanteándose el control de la voluntad del sujeto: dejarse ir como quien pasea por el parque y va integrando tanto la vida como la obra, lo que va apareciendo, poniendo entre comillas el apriori. Su trabajo empezó a concentrarse en eso, más que en temas o en contenidos, en explorar este modus operandi, en explorar la plasticidad que hay en el accidente.

Si lo pensamos bien, se trata de ejercicios de montaje en vivo. En el cine tradicionalmente se suele editar en función de un guion preestablecido. Sofía en cambio quiere hacer que la contingencia (lo que sucede por defecto en un parque y que está a la vista de los asistentes a la obra), desestabilice lo que ya está prefijado (el guion preestablecido del audio). Quien asiste a la obra de Sofía arma su propia película en vivo: una película personal, que se presenta a la misma vez que se produce. Este es el rasgo más crítico del carácter performativo de algo. Cuando pensamos en performatividad pensamos en el tiempo real, en la presencia del cuerpo, en la integración de la improvisación (azar, imprevisto, accidente). Pero realmente la radicalidad de lo performativo es que rompe con el modelo lineal fordista con el que hemos imaginado toda producción: primero se piensa lo que se quiere decir, después se plasma, después se hace público. Por otro lado, tomarse en serio la performatividad (estar en vivo, estar vivo) implica poner en cuestión la voluntad de poder (el guion fijo) y ponerse a la escucha de lo imprevisto.

¿Qué hay más performativo que el sol?

El edificio del Museo Reina Sofía en Madrid tiene un jardín central rodeado por varias paredes con ventanas. Si uno se hace en el jardín, sabe que al otro lado de las ventanas están las obras de arte expuestas. Aunque el jardín es por ley espacio público, no se anuncia ni es vivido como tal. Cuando la invitan para hacer algo allí, Sofía empezó a caminar y a estar largas horas en ese espacio, de nuevo, como «dejándose llevar», y ese modo de la atención le permitió captar una sutileza: notó cómo el sol iba reflejándose en una ventana diferente conforme pasaban las horas del día. Diagramó en un papel un plano de ese movimiento, como una guía de observación que imprimió y distribuyó entre los asistentes. Le retornó a ese jardín su carácter de espacio público, haciendo la gestión con las directivas del museo, para que todo el que entrara o estuviera cerca del museo, tuviera claro que podía entrar gratis a disfrutar de esos jardines. La gente que quería estar en la obra de Sofía, debía pasar tiempo allí, y por qué no, tirarse a mirar el sol en la hierba que poca gente sabe que no está privatizada. Sobre todo, sentarse a observar algo tan imperceptible o tenue: cómo el paso del tiempo (el movimiento de la luz) va afectando el espacio.

Sofía crea instancias en las que el participante de una obra encarna la misma metodología que la artista usó: el dejarse llevar. Usualmente pensamos la contemplación como una actividad despolitizada, pero en el caso de la obra de Sofía esta se vuelve la condición que permite la disposición hacia una nueva percepción. Instaurar una disposición hacia la escucha a través de la contemplación supone un mecanismo clave y es, primero, el de cuestionar la voluntad de poder que nos ha dado la noción occidental de sujeto moderno (que es el centro de toda agencia). Al eliminar o poner en suspenso la idea de meta o de voluntad (y dejarse llevar), quien crea la obra y quien la disfruta, entrecomilla su voluntad de poder, de siempre saber y controlar.

Instaurar una disposición hacia la escucha implica también la desactivación de la idea de que todo es un medio para un fin. Nuestra razón instrumental está en la base del malestar en nuestra cultura: un espacio es un continente para poner contenidos, una imagen es un medio para comunicar un mensaje, el tiempo es un bien que debe ser controlado en aras de la productividad, la luz sirve para iluminar algo más, no para ser vista en sí misma. Las obras de Sofía son instancias para desactivar este tipo de pensamiento: se contempla el espacio como tal, no como un medio para un fin, se señala la luz para que sea contemplada y no vista, no como una herramienta del ver; se crea un espacio para percibir el paso del tiempo, para contemplarlo. La contemplación es pues, en la obra de Sofía, la herramienta para disponer los sentidos y el aparato cognitivo a otra epistemología que permita ver todos los medios (espacio, luz, tiempo, sujeto, imagen) como fines en sí mismos.

La lógica capitalista se sustenta precisamente en una instrumentalización del tiempo, del espacio, del Otro, porque todo se encamina hacia controlarlo y hacerlo productivo. En ese contexto, Sofía propone que el arte no se trata tanto de hacer productos, sino de producir gestos, pequeñas operaciones sobre lo existente. En este caso el gesto parece ser el del señalamiento, como quien dice: mira, te acompaño a mirar, te doy este plano del sol moviéndose para acompañar tu contemplación. Es como si dijera: mi rol de artista es el de señalar las operaciones poéticas que ya produce el mundo y no tanto la de traer objetos al universo de la mercancía. En esta obra la gente va a disfrutar un espacio que antes no sabía que era suyo, un espacio para no hacer nada, o un espacio para fijarse en lo que no se fija usualmente, o en el revés de las cosas. Un espacio para ver el sol moverse, un espacio para ver el sol como un objeto digno de ser contemplado y no tanto usado. Reemplazar la voluntad de poder (de control) por una actitud de escucha hacia lo sutil.

Imagino a la artista dándose cuenta de esa coreografía que hace el sol a su pesar. La imagino descubriendo que no hay nada más performativo que el sol, en el sentido de que es siempre lo mismo, pero diferente. Y es como si esa observación hiciera crecer en Sofía, aún más, la necesidad de poner en primer plano todo lo que puede la performatividad: el cuestionamiento del poder del autor a través de la valoración del azar y el accidente, el cambiar las lógicas de la representación por el hacer vivir en el cuerpo, la dislocación del pensamiento lineal.

Vivir el tiempo de los espacios: narrativa sin anécdota

En otra ocasión, también en el Museo Reina Sofía, en el contexto de Magia Natural, (una exposición de Leo Serrano que tenía que ver con tecnologías del teatro del Siglo XVII, relaciones entre magia y ciencia), Sofía propuso la arquitectura del museo como un cubo que podía convertirse en cámara oscura. Durante un tiempo estuvo mirando a través de las ventanas del museo, para ver no qué se veía en el museo, sino a su alrededor, fuera de él. A través de una de las ventanas se veía un hostal. Sofía salió del museo hacia allá. Se encontró con que allí vivía una mujer hace siete años (incluso allí vivió encerrada toda la pandemia), la ventana de su cuarto daba hacia el museo y nunca había entrado a este. La artista se interesó por eso, por «las historias invisibles que suceden alrededor del museo». Sofía fue una tarde a ver el atardecer desde la ventana de esta mujer, quien le contó lo que ella ha visto de este edificio, de esta institución, desde su ventana. Grabó en audio la conversación y después la convirtió en una audioguía del museo. La obra está descrita en su página web así:

«La performance comenzaba en las terrazas del museo escuchando una conversación con auriculares. Era Sofía hablando con Vivian, una mujer que vive y trabaja enfrente del museo desde hace 7 años. En la conversación, se entiende que están observando el edificio desde una ventana cercana. Hablan del cielo y los reflejos en sus superficies reflectantes, y de cosas que han vivido en sus alrededores. Mientras escuchan desde las terrazas, los participantes buscan las ventanas desde donde pueden estar llegando esas voces. A continuación, se les invita a salir del Museo y cruzar la calle para entrar en el edificio de enfrente y subir a la planta sexta. Se trata de un hostal que está justo a la altura de las terrazas del museo. Vivian recorre a diario los alrededores del museo con su perra. Las personas acceden a una habitación a oscuras llena de humo donde se escucha una melodía de fondo. Sofía sube la persiana lentamente dejando entrar los rayos de luz, hasta que se desvela la vista del Reina Sofía que ocupa toda la visión de la ventana. Finalmente abre las ventanas para dejar salir el humo y la imagen se va volviendo más nítida. De esta manera, los participantes, veían, o se les iba apareciendo lentamente esa imagen que habían escuchado previamente».

 

Sucede algo parecido en el caso del proyecto para el espacio de La Papelería (Vacío, destellos. Noviembre 2023). La artista realiza unos huecos en el recinto, para que entre la luz del espacio exterior. Eso es todo lo que hay para ver adentro. Como cuando buscó hacer del Museo Reina Sofía una cámara oscura a través de la cual se ve lo que está afuera del recinto expositivo, pero en este caso se perfora el espacio, no para ver las imágenes del mundo exterior, sino para solo dejar pasar la luz, para que sea la luz la que revele las pequeñas sutilezas del espacio interior. De nuevo en este trabajo, la obra no es un producto sino un gesto: el de señalar. Y también, como en otras piezas, señala lo mínimo, lo que casi no se nota, lo que pasa desapercibido. Se visibilizan los huecos del espacio y al perforarlo hace que te fijes en otras salas del lugar. En la segunda sala las perforaciones incitan a mirar hacia arriba. Hay un audio, este tiene que ver con un relámpago que se escucha, pero que cuando se voltea a mirar ya no está allí. De nuevo ese juego con lo invisible: como si fuera el sonido lo que repercute de la imagen desaparecida. Como si ese borramiento accidental de su último falso documental hubiera forjado en la artista una consciencia sobre la inestabilidad fantasmagórica de la imagen.

Como si, viniendo del campo audiovisual, hubiera decidido reubicar el poder del relato. La narrativa, más que una historia por contar, se vuelve un despertar la percepción hacia el tiempo del espacio que parece, pero no está, quieto. La obra se vuelve un cuestionamiento fundamental: más que la instrumentalización de la imagen para que represente un relato, se trata más de una pregunta sobre el mirar mismo, sobre el atender: ¿Cómo se crea una imagen y qué hace que esta se fije? ¿Una imagen es solo aquella que está fija? ¿Hacia dónde dirigimos la mirada? ¿Cómo se forman las imágenes a partir de lo que oímos? ¿Qué es lo visible y qué lo invisible?

Un año antes, en otro espacio (Can Felipa), Sofía también señala los dibujos o las coreografías que produce el sol sobre los espacios (Ya ha salido el sol. Octubre 2022). La artista realiza una intervención espacial para que se genere una narrativa sin cuento, sin historia, sin anécdota, sin contenido; para que se experimente la condición sine qua non de lo narrativo (el paso del tiempo). Se cierran unas partes del espacio, se abren otras que antes estaban cerradas, se intervienen algunas ventanas con un papel que hace que la luz del sol se transforme, produzca un degradé al interior del edificio; se oscurece una zona, se ilumina de una manera específica otro rincón. La intervención en el espacio no permite que el espectador mire hacia afuera y el audio está sincronizado con el recorrido en el que la intensidad y los colores de la luz que entra por las ventanas va cambiando. El audio lo grabó la artista en Bilbao, en una época en la que estaba realizando una residencia en esa ciudad y para tal fin, como en otras ocasiones, utilizó su metodología de dar paseos y dejarse llevar. En esa ocasión se fijó la consigna de salir todos los días a ver el atardecer. Estas grabaciones fueron editadas para que el audio que acompaña la exposición reflejara los cambios que suceden en el sonido ambiente a lo largo de un atardecer: cómo van apareciendo los silbidos de unos animales a una hora y desapareciendo otros, cómo el barullo humano y citadino va desapareciendo a medida que avanza el tiempo hacia la noche. La naturaleza nos regala este hecho: el paso del tiempo lo vemos reflejado en el cambio de la luz y a su vez la luz afecta el sonido. Es como si, una vez más, al Sofía eliminar la imagen (lo que se ve hacia afuera en las ventanas del recinto), nos pusiera con más ahínco a escuchar la imagen, a ver cómo el sonido produce unas imágenes en nosotros. Lo que sí puede ver el espectador dentro de la sala es un espacio vacío cuya iluminación va cambiando a medida que pasa el día. Con este borramiento de lo anecdótico de la imagen, de lo figurativo de la imagen, Sofía pone el acento en lo performativo de la misma.

Es un lugar común decir que los artistas miran lo que nadie más mira o ven más allá de lo evidente. Más que hacernos ver de nuevo, mirar mejor, mirar lo invisible o percibir sutilezas. Parece que las obras de Sofía se armaran a partir, más que de la observación atenta, de la escucha atenta de lo que los espacios tienen para decir. O mejor, es como si sus obras nos hicieran otorgarle a la mirada el poder inmersivo de la escucha, como si lo visible pudiera, en vez de ser visto, ser escuchado, pues la escucha sucede con todo el cuerpo y la escucha nos hace parte de lo que escuchamos, no nos separa, como sí sucede con la mirada (para mirar se requiere distancia). Como si, a través de la obra de Sofía, la experiencia del ver adquiriera las cualidades del escuchar. Después de todo cultivar la contemplación es proponer instaurar una cierta tecnología de la atención.

La estrategia recuerda a la de Tony Conrad, quien en su obra Las películas amarillas, aplica un vinilo barato sobre unas superficies planas y propone que la obra consiste en ver cómo el tiempo afecta la tonalidad de esa capa de pintura. El gesto está en llamarlo «películas». Son películas en el sentido de que son una superficie plana que además es fotosensible. Pero también usamos la palabra «películas» para hablar del cine, ese género narrativo que usa las superficies fotosensibles y la luz como instrumentos para contar un relato. Cuando se elimina el relato, las imágenes y el sonido, lo que queda en primer plano es la condición esencial del medio, que es, en el caso de las artes narrativas, el tiempo, el paso del tiempo. Al quitarles su rol como instrumentos, llevamos la atención a su funcionamiento como medios sin fin. De ahí la importancia de desintrumentalizar: dejamos de dar por sentado sus mecanismos.

Se insiste en el borramiento, se hace hincapié en la importancia metodológica del vacío. Sofía insiste una y otra vez: «no quiero agregar contenido». Y en ese gesto radical de borrar todo tema es que aparece el mecanismo como gesto. Vaciar de contenido es quitarle el lastre a la imagen de que tenga que tener un mensaje, una representación mimética. Y es solo a través de la desintrumentalización de algo, que podemos realmente observarlo y devolver la atención a los mecanismos básicos que producen sentido. Se trata de un juego paradójico: para poder experimentar lo que hace que la narración sea narración, debo despojarla de relato y así puedo experimentar en mi cuerpo de una manera más directa y evidente el paso del tiempo. Para poder experimentar el espacio como pensamiento volumétrico, necesito percibirlo vacío, sin instrumentalizarlo como continente de contenidos. Para poder experimentar cómo se produce una imagen necesito anularla. Para poder volver a mirar necesito anular lo visible. Si elimino la imagen puedo empezar a percibir la luz que la produce. Si elimino la imagen puedo empezar a escucharla.

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